
Atardece en San Sebastián. El sol se va marchando a casa a la espera de un nuevo día mientras que en la playa de la Concha un grupo de niños juega a la pelota hundiendo sus pisadas en la arena con interminables carreras sin importarle que la llegada de la noche casi ni les permita divisar el balón con claridad.
Entre los chavales destaca un joven que juega de portero ataviado con los colores de la Real Sociedad, el equipo de su tierra: un jersey azul con el cuello y los puños blancos.
Mientras que sus compañeros de juego persiguen el balón, en la cada vez más removida arena de la Concha, el joven meta no para de dar órdenes organizando la defensa y dando muestras de su carácter y capacidad de mando, mientras que en su mente transforma la arena de la playa donostiarra en el césped del vetusto Atocha. Pisa casi de puntillas, mimando con cariño el imaginario verde mientras que fija con seguridad y firmeza los guantes sin perder de vista el balón.
La oscuridad obliga casi a poner el punto y final del partido cuando uno de los rivales del guardameta suelta un potente chut que se dirige con firmeza a la imaginaria escuadra de la portería formada por dos partes superiores de un chándal que hacen de postes.
En ese instante el portero da un par de pasos hacia su derecha, y como si con unos gigantes muelles se impulsara, vuela de palo a palo mientras que sus rivales comienzan a levantar los brazos para celebrar el gol. Pero cuando el tanto del empate parece una realidad, aparece la mano salvadora del meta que envía el balón a córner ante la impotencia del delantero rival que viendo la parada del joven portero se arrodilla sobre la arena mientras que se lleva las manos a la cabeza. "No puede ser, esto no es un portero" comenta cabizbajo.
Tenía razón: No era un portero, era Arconada.